El abuso sexual de menores y personas vulnerables es un gran delito. Además, para la Iglesia constituye un pecado grave. A los miembros de la Iglesia, en tanto que familia espiritual, nos duele especialmente el mal que algunos hermanos nuestros han producido a las personas abusadas, a la Iglesia y a la sociedad en general. El deber de garantizar el respeto al principio del interés superior del niño es, además, uno de los más reconocidos por toda la humanidad. El abuso sexual es entonces, con justicia, uno de los delitos que produce más indignación en la actualidad.

Por eso queremos asumir la colaboración en una tarea de reparación y sanación integral, pidiendo perdón por estas situaciones y poniéndonos a disposición particularmente de quienes más han sufrido y sufren aún sus consecuencias.

En el seno de la Iglesia todos somos hermanos. Y el dolor de uno nos duele a todos, en especial cuando el que sufre es el más pequeño, débil o vulnerable. En esos casos, la primera urgencia es poner fin a ese sufrimiento, y ayudar a reparar la herida lo más posible, de modo que esa persona pueda volver a encaminar su vida y recobrar un horizonte de futuro y esperanza. Nos duele y avergüenza particularmente si ese sufrimiento ha sido provocado por un hermano nuestro. Más todavía cuando se trata de quien ha consagrado su vida toda al cuidado y servicio de los demás, y esa entrega ha sido precisamente el principal factor de la confianza depositada en él por los miembros de la Iglesia. Sabemos que la misericordia de Dios es capaz de sanar todas las heridas y de redimir todas las miserias y la Iglesia quiere ser reflejo de esa misericordia, acompañando a todos y cada uno de sus hijos del modo más evangélico posible.

Una mención especial merece el vínculo particular del Obispo con sus sacerdotes. Quienes hemos vivido la Iglesia, sabemos que se trata de una relación de tipo paternal.  Si grande es la responsabilidad del Obispo para con toda la comunidad (y especialmente para con los más vulnerables), grande es también su dolor de padre cuando un sacerdote es acusado de estos delitos. Y, a la vez que asume un compromiso firme con la justicia, debe cuidar del bienestar espiritual de toda la comunidad.

Las situaciones de abusos que se han dado en el seno de la Iglesia nos llevan a reflexionar profundamente sobre la mejor manera de responder, de modo tal que se ofrezca la real cercanía de la Iglesia a quienes más han sufrido, y se garantice un trabajo firme para prevenir y evitar que estos hechos vuelvan a ocurrir. La Comisión Arquidiocesana para la Protección de los Menores surge a raíz de esa preocupación y tiene ese cometido. Al tiempo que recoge experiencias valiosas ya existentes en la Arquidiócesis -como el Programa de Ambientes Seguros que viene llevándose a cabo desde el año 2013 en nuestras instituciones educativas – la Comisión viene a sistematizar y coordinar diferentes esfuerzos para lograr ese objetivo.

También esperamos proponer y realizar nuevas iniciativas, y constituir un ámbito de prevención y acompañamiento en esas dolorosas circunstancias. Todos podemos y debemos intervenir para detectar y prevenir situaciones riesgosas para un menor. Por eso se hace necesario ayudar a tomar conciencia clara del problema y saber qué medidas pueden promoverse para que los derechos y la integridad de todos sean siempre respetados.

Que Nuestra Señora del Rosario, patrona de la Arquidiócesis, guíe nuestros esfuerzos y nos permita ser dóciles en este camino.

María Inés Franck – María Paula Nesa – Pablo Luis Folonier