El abuso sexual de menores es uno de los delitos que más sacuden la conciencia humana. La vulnerabilidad de las víctimas, así como la perversidad misma del hecho y las consecuencias profundas y duraderas que deja tras de sí nos llevan a expresar nuestro total rechazo al respecto. Es un pecado, además, que muestra como ninguno la degradación moral del hombre y lo lleva a manipular y a dañar al prójimo más pequeño cuyo cuidado y protección la Iglesia asume desde siempre con particular amor.

La Iglesia rechaza con energía este grave delito. Y, llena de dolor, reconoce que ha existido en su seno, perpetrado en ocasiones por sus propios hombres y mujeres, aquellos que debían haber custodiado con más compromiso el tesoro de la niñez y la juventud que se le había confiado.

Somos conscientes de que hechos como éstos causan un daño enorme a muchas personas. En primer lugar, a las víctimas directas, sus familias y entorno más cercano; también a potenciales víctimas, que son puestas en riesgo y deben aprender a tomar recaudos; a las comunidades eclesiales de las víctimas y de los perpetradores, quienes contemplan asombradas y doloridas acontecimientos que nunca hubieran supuesto posibles; al resto de los clérigos, que ve crecer la desconfianza a su alrededor, cuando no la sospecha por parte de los miembros de la sociedad. En fin, a toda la institución eclesial, que se ha visto traicionada y manchada por los abusos, con el dolor de una madre cuyo hijo cae en una de las faltas más tremendas. Por su parte, la persona que ha abusado, ya sea a causa de una patología o una decisión perversa o debilidad de cualquier tipo, ve su vida seriamente empañada y su futuro en la tierra en gran medida cercenado. Toda la sociedad, desde que los abusos en ámbitos eclesiales se insertan en el problema social más amplio del abuso infantil, acusa recibo de estos hechos gravemente pecaminosos y delictivos.

Se trata de un problema social de tal magnitud que debe ser abordado en cooperación con toda la sociedad. Como ha afirmado el Papa Francisco recientemente, es necesario “iniciar con firmeza iniciativas de varios tipos con la intención de reparar el daño, hacer justicia y prevenir, con todos los medios posibles, que se repitan episodios similares en el futuro” (Francisco; Quirógrafo para la institución de la Comisión Pontificia para la Protección de los Menores; 2014).

La Iglesia ha asumido públicamente este desafío: en todo el mundo, se ha levantado para combatir los abusos desde el ideal, difícil de alcanzar pero el único totalmente plenificante, que el Señor nos muestra en el Evangelio. También nuestra Iglesia particular de Paraná quiere sumarse sistemáticamente a este esfuerzo de la Iglesia universal, comprometiéndose en iniciativas que ayuden a prevenir y concientizar, así como sanar y reparar en la medida de lo posible las heridas que este accionar produce.

Como Iglesia, pedimos humildemente perdón por el dolor que cada uno de nuestros miembros provoca al tomar parte, de un modo u otro, en hechos de esta naturaleza. E invocamos la misericordia de Dios, capaz de sanar todas las heridas y de brindar siempre un horizonte de esperanza.

Que María, que cuida de cada uno de nosotros con amor de Madre, nos sostenga en la justa tarea de cercanía y acompañamiento con quienes tanto han sufrido y nos ayude para que este tiempo de purificación traiga consigo sanación, reconciliación y una fidelidad cada vez más grande a la propuesta liberadora del Evangelio.

Mons. Juan Alberto Puiggari

Arzobispo de Paraná